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El Che, el Parámetro y el Hombre Nuevo







La oportunidad única de ver y ser visto que ofrecía al vanidoso mundillo de escritores un escándalo mediático bautizado oportunamente con el nombre de "Pavoneo", me pareció, desde el principio, demasiado irresistible como para llegar a producir alguna reparación memorable.



La manera en que los corresponsales se apresuraron a aprovechar el fiasco en beneficio propio, valiéndose del impúdico y desfavorecedor correo electrónico –cuya única función ha sido, hasta la fecha, mostrar el cuero de las fantasías de onanistas– no dejaba de tener algo de destape, y hasta de “figurao” porno.



Que muchos de los protagonistas hubiesen estado comprometidos, en algún momento y en alguna medida, con el mismo sistema que refutaban –o porque corrieron a celebrarle las gracias, o porque aceptaron una cuña del cake, o porque jinetearon una condecoración o guataquearon un apretón de manos– y que ahora deploraran la exhumación de Luis Pavón, cuando todos creíamos que la gandinga les había sido extirpada hacía tiempo, es un hecho que merece figurar en los anales quirúrgicos de la dictadura, junto a la diverticulitis de Castro.



El mismo lenguaje en que estaban escritas las proclamas y las declamaciones de principio, el torpe tuteo y el golpecito de pecho, las adhesiones tibias y a deshora, los deslindes cobardones, ¿no eran aún más siniestros, tomados in toto, que una hora de impronta con el gran Inquisidor? Y las declaraciones de Papito Serguera, que tantas ronchas han levantado, ¿no son más honestas, más cándidas, que las que emiten, cada vez que pueden, nuestros cerdos sagrados por festivales y congresos mundiales?



La misma crudeza de tales realidades bastaría para producirnos, a estas alturas, un asco –si no un miedo– mucho más intenso que el que produce un viejo censor retirado. Y que dos testaferros inspiren más confianza que nuestros intelectuales, ¿no da la medida del vacío en que hemos caído colectivamente? Que dos delincuentes salgan mejor parados, por el solo hecho de haber sabido callarse, aunque fuese a la fuerza, ¿no confirma la sospecha de que, para Antón Arrufat, para Miguelito Barnet y para Pablo Armando Fernández, hubiera sido mucho más honorable haberse mantenido “empavonados” en un orgulloso y autoinflingido ostracismo, que participar voluntariamente de sus desafortunadas reapariciones? Saber desaparecer –ya lo dijo quien lo dij



Reina María, en su atolondrada confesión, parece no haberse enterado de que las purgas estajanovistas son cosa del Ermitage, ni de que estamos de luto por la muerte de Valdés Tamayo. Como si recién abandonara la cápsula cristalina de un nabokoviano museo de entomología, la Monarca de las letras criollas comienza su melancólica misiva, ¡con una cita de Marina Tsvietáeva! –para enseguida pasar, dando tumbos, a la siguiente exhortación: “Recordemos ahora a Mandelstam, a Pasternak, a la Ajmátova…”. ¿A qué otra cosa, sino a un soviet revival o stalinist chic, podría achacarse, en la presente coyuntura, la invocación de disidencias tan encantadoramente arcanas, tan escandalosamente ajenas? ¿No equivale el tono –y hasta la esencia– de esa carta real a la petición de “¡Déjenlos que coman caviar!”? Pues, si bien es cierto que en aquellas apolilladas purgas ya podía leerse la forma de nuestro destino, no lo es menos que, en su desdeñoso escapismo, esa lectura parece encubrir una velada nota de extrañeza e insolidaridad.



La crítica de la política cultural soviética fue completada por el Che Guevara en su famoso artículo “El Hombre Nuevo”, aparecido en la revista Marcha de Montevideo, en marzo de 1965. Allí el argentino, poniendo la yagua antes que cayera la gotera, no dejó prácticamente nada por decir. La rectificación de errores era asunto concluido –al menos teóricamente– para los estalinistas del patio, quienes, no por ver claro en el alma del hombre bajo el estalinismo renunciaban a blandir el arma de la coerción ideológica. Por cierto, luego de un largo sondeo, el galeno rioplatense adelantó un certero diagnóstico sobre el alma del intelectual cubano, expresado en clave teológica: la "culpa" de nuestros intelectuales y artistas reside en un pecado, en una especie de mancha o enfermedad original: “Defiende su individualidad oprimida por el medio y reacciona ante las ideas estéticas como un ser único cuya aspiración es permanecer inmaculado.”



Aunque esté mal recordarlo, después que Marina se ahorcara en Yerálbuga, a Ricardo Vega le fracturaron la quijada de un cabillazo frente a la embajada cubana en París, y a María Elena Cruz Varela la obligaron a tragarse sus propios poemas. Hasta la fecha nadie sabe dónde están enterrados, ni si están enterrados, Eddy Campa y Pedro Campos. Como Marina, son poetas sin tumba, sin patria y sin ramo.



Es por tales razones que no me asombraría en lo absoluto si, a raíz del “pavoneo”, nos llegara de pronto la noticia de que algún plumífero se ha convertido al guevarismo ortodoxo. La oposición letrada da tanta pena, deja tanto que desear, que la inocencia y la presciencia del rioplatense en cuestiones artísticas e intelectuales adquiere una vigencia más deseable que la premiada ineptitud de tantos otros escritores rehabilitados. ¿Por qué no otorgarle el Premio Nacional de Literatura a quien con tanto ahínco y tanta honestidad –honestidad, efectivamente, queridos arribistas– aspiró a una sola plumita del Fénix? ¿Por qué no arrancarle la medalla de oro de las Bellas Letras a algún impostor y colgarla postumamente en la cervical de ese porteño que tan hondo caló en el alma de nuestra intelligentsia?



Traducida del ruso, la epístola de Reina María Rodríguez vendría a decir lo mismo que esta cita del Che:



“En países que pasaron por un proceso similar se pretendió combatir estas tendencias con un dogmatismo exagerado. La cultura general se convirtió casi en un tabú y se proclamó el summum de la aspiración cultural una representación formalmente exacta de la naturaleza, convirtiéndose ésta, luego, en una representación mecánica de la realidad social que se quería hacer ver”. ¿No es más sensata y directa esta forma de expresión que el vago sentimentalismo de los protestantes? ¿No es más encomiable el sano fanatismo que despliega Guevara en su célebre ensayo, que la diplomacia de tortugones amoratados? Hasta Mariela Castro Espín puede escribir hoy, con corrección y estilo, una carta indignada. ¿Por qué no igualarnos, al menos, a las Damas de Blanco, y recorrer La Habana en procesión, desde los estudios del ICRT hasta el Comité Central, cargando el sarcófago de Quinquenio Gris, ese abuelo chocho de nuestros pintores carreristas? ¿Por qué no enterrarlo revolucionariamente en el césped de Cubanacán, en el mismo césped donde se revuelca, desde hace treinta y pico de años, la Zayda del Río del óleo de Flavio? Es lo que hubiesen hecho nuestros padres revolucionarios, en lugar de atorar los buzones (electrónicos) con sus quejas y sugerencias.



“La angustia sin sentido y el pasatiempo vulgar constituyen válvulas cómodas a la inquietud humana, se combate la idea de hacer del arte arma de denuncia”, continúa Guevara en su alabado documento. Y, ¿no es esto precisamente lo que han conseguido los anti-parametradores, los domesticadores, Abel Prieto y Pedrito de la Hoz? Hace unos años, en un concierto en Los Ángeles, Pablito Milanés se negó a cantar sus himnos revolucionarios frente a un público que se los exigía a banderazo limpio. Resultaban demasiado comprometedores, ya no le salían, y el bardo no pudo obligarse a entonar consignas. Mientras no significaban nada –mientras no fueron más que “angustia sin sentido y pasatiempo vulgar”– no le importó endilgárselos a todo un Hemisferio. Pero las modernas turbas procastristas le han impuesto a los viejos rapsodas –como consecuencia no anticipada de sus veleidades juveniles– un compromiso insostenible con la causa del fascismo transnacional. ¡Qué bien los caló Guevara, a esos falsificadores! No eran, ni fueron nunca, auténticamente revolucionarios. Ése es su pecado original, por el que ya están pagando.



Las canciones que en un tiempo fueran “armas de denuncia” –aún entre nosotros– se venden hoy en Madrid y Montevideo como loas a una dictadura. La metamorfosis se la debemos, en parte, a la doblez inherente a la Trova, pero, sobre todo, a la creciente presión de un movimiento global de simpatizantes del fascismo, que creyeron al pie de la letra las mentiras de Silvio y de Pablito. ¿Podría pavonearse Pavón, o Papito Serguera, de semejante logro, de semejante servicio?



Después del “éxodo de los domesticados totales, los demás, revolucionarios o no, vieron un camino nuevo”, profetiza Guevara. Era la alborada del abelprietismo, con su Exilio de Terciopelo y sus agencias de viajes. “Si se respetan las leyes del juego se consiguen todos los honores, los que podría tener un mono al inventar piruetas. La condición es no tratar de escapar de la jaula invisible”.



Leyendo estas páginas inmortales comprendemos que quienes celebraron y aún disculpan el ascenso de Abel Prieto, ni entendieron correctamente sus intenciones, ni habían leído nunca al Che. Si acaso, la nueva política cultural estaba mucho más apegada al guevarismo ortodoxo que lo que jamás lo estuvo el pavonato. De hecho, una interpretación correcta de "El Hombre Nuevo" no nos deja otra que comprender aquél como un retroceso momentáneo. El abelprietismo sería, entonces, rectificación de errores, pero sólo en el sentido de un cumplimiento más estricto de las pautas artísticas guevaristas. Así podría interpretarse también la incepción de Senel Paz y de su Hombre Nuevo en el panorama de los emblemas nacionales: la ofensiva cultural llamada Fresa y Chocolate fue sólo trasmutación del Rojo y Negro moncadistas en una variante platónica y una vuelta de la antigua ortodoxia.



El pavonato, por lo menos, no mintió. Se presentó como saneamiento de la corrupción espiritual poscapitalista y llevó a cabo su programa, rigurosamente y a la vista de todos. Fue un episodio de lo que Fidel llamara “compulsión moral”: no había cabida en él para disculpas, ni retractaciones, ni mea culpa, esas feas prácticas, tan comunes durante el abelprietismo. Era lo que era y los bandos estaban perfectamente definidos, o como dijo el Che, “presionados a la definición”. En ese sentido, el pavonato fue un auténtico saneamiento. Como saldo, quedan sin respuesta estas preguntas: ¿No es acaso el síntoma más claro de nuestra falta de carácter el hecho de que, al cabo de 48 años, apenas podamos juntar una listica con cuatro nombres que representen la maldad absoluta, esa capaz de sacarnos de nuestras casillas, esa en la que todos podemos por fin convenir, y que, de los cuatro nombrecitos, sólo uno provoque universal animadversión? ¿Son sólo cuatro los personajes que merecen figurar en esta historia municipal de la infamia? Cuando llega el momento de la verdad, ¿no nos quedamos siempre cortos? Aquí veo a Guevara frunciendo el ceño, blandiendo una pipa de tusa y riéndose de nosotros: “¡Otro empujoncito, intelectual cubano, otro empujoncito hacia el fondo, criollos, si queréis llegar a ser auténticamente revolucionarios!”



Y, por últim



Nestor Díaz de Villegas





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