Por estos días he sabido de un debate entre intelectuales y artistas cubanos
acerca de la aparición en la televisión oficial --la única-- de unos viejos
funcionarios de la cultura. La primera información la obtuve mediante correos
electrónicos que me enviaran algunos amigos desperdigados por esos mundos de
Dios, la segunda por medio de un despacho firmado por Wilfredo Cancio Isla en El
Nuevo Herald, y las demás versiones por mensajes que me han reenviado otros
amigos, con las opiniones de los enrolados en la discusión. Me ha parecido muy
divertido por un lado, y muy doloroso por otro. Sé cuánto amor ponen algunos,
cuánto dolor otros, cuánta esperanza muchos y cuánta hipocresía los menos, que
hay de todo en las viñas del Señor.
A mi modo de ver, el problema actual de la cultura cubana no estriba en si
aparecen en la televisión, como viejos héroes venidos a menos, ciertos oscuros
personajes que colaboraron con el ensombrecimiento de algún momento de estos 48
años de oscuridad cultural cubana, sino en la relación
artista-intelectual-gobierno que se mantiene con las mismas características de
períodos anteriores, y ese es el problema a debatir, el problema a resolver. De
lo contrario toda discusión tendrá el carácter, mondo y lirondo, de lo
bizantino.
Por supuesto, no le pido a nadie que se inmole diciendo lo inconveniente en
cuanto al contrato que mantienen con el poder. Sería tan extremista como aquel
viejo comunista, Rubén Martínez Villena, que, en su tiempo, dijo que le
interesaban tanto sus versos como les importaba a los intelectuales la libertad
de Cuba, pero sí recuerdo que sin libertad social no hay posible libertad de
pensamiento.
La historia cultural cubana, desde el arribo de los Castro al poder, tiene más
torceduras que un bejuco rastrero. Pocos de los artistas e intelectuales cubanos
se han salvado de ser víctimas y, muchas veces, victimarios del voluntarismo
político que ha azotado la vida nacional por casi medio siglo. Entre
defenestraciones, palinodias, perdones y ''rescates'' han transcurrido la
academia, la bohemia y la farándula cubanas.
La nómina de despanzurrados, preteridos, anulados, encarcelados, desterrados por
razones extraartísticas que van desde religiosas, sexuales o filosóficas hasta
políticas sería demasiado extensa. La lista de los elegidos, encumbrados,
premiados, abrillantados, homenajeados por las mismas razones es muy larga, y no
menor la de los que una vez entarimados, fueron ''tronados'' y, luego de una
plañidera mea culpa, vueltos a encaramar.
No están solos Heberto Padilla y Manuel Díaz Martínez en el mural de los
juzgados. No están solos Hugo Chinea y Armando Cristóbal Pérez en el lienzo de
los aupados. No están solos Norberto Fuentes y Eduardo Heras León en la
cartulina de los una vez ''tronados'' y vueltos a subir al tren de los
''ingenieros de almas'' como pedía el gran Pepe Stalin. No están solos Luis
Pavón y Jorge Serguera en el friso que muestra a los cancerberos de las calderas
del infiernillo cultural cubano. Nombres y dos apellidos sobran. Sólo que no es
para irrigar los odios sembrados por el gobierno que escribo. Pero sí para
aproximarme a las esencias de por qué ha ocurrido semejante aberración.
Desde que en la lejana Roma al César se le ocurriera la idea de propiciarle un
origen divino al imperio y nombrara al general Mecenas para que alimentara,
cuidara y pusiera a Virgilio a escribir La Eneida, el mecenazgo artístico ha
tenido sus consecuencias políticas inevitables. El poder te protege, pero te
cobra.
La fórmula no puede ser más simple. Virgilio, esclavo social, fue a la vez
esclavo intelectual, pero gozaba de una vida más holgada que los otros esclavos.
Creo que no es necesario explicar la parábola.
Cuando una cultura nacional tiene como único fin enaltecer, bruñir, divulgar los
valores de un gobierno, por encima de todos los valores estéticos o culturales,
y el artista depende económica, social y políticamente de ese gobierno, y accede
a tal contrato, corre los riegos del pobre Fausto. Al entregar su alma, por
ingenuidad, vanidad u oportunismo, para dedicarse a construir las almas que el
poder pretende, está siempre a expensas del diablo. Y, por supuesto, el diablo
jerarquiza. Quien mejor sirve a sus intereses mejor es tratado, aunque con ello
no gane la libertad social ni la de pensamiento que en el fondo ansía. Un arte
comprometido padece torceduras. Nadie mejor que el artista lo sabe. Pero una vez
caído en la trampa paga con el compromiso o paga con la vida, y no puede
pedírsele a nadie que ofrende su vida, a menos que lo decida por voluntad
propia.
De ese rejuego infernal brota el artista capataz, aunque no sea el artista más
diestro, pero sí el más leal. Este artista capataz se torna correa transmisora
de los designios del poder para el resto de los artistas. Lleva y trae. No puede
otra cosa. Gira, según le impone la polea del poder. Han sido estos los
sucesivos Pavones, aunque con otros apellidos, de la cultura cubana, y han ido
creando sus propios sucesores. Con su flaco poder han repartido premios y
lustres, y de Luises Pavones se ha transitado a Edeles Morales, sin que, en
rizoma, nada cambie, ni pueda cambiar en el futuro de mantenerse tal situación.
Ha de cambiar primero la relación gobierno artista para que cualquier debate en
este sentido fructifique verdaderamente. Ha de ganar primero el pensador su
libertad de pensamiento para que pueda decir el nombre de las cosas y defender
su criterio sin miedo a represalias, represalias que, como ha demostrado esta
casi media centuria, pueden tener muchas variantes. Un artista dependiente es un
artista a medias. Un artista comprometido es un medioartista. Un artista capataz
es un cínico.
Manuel Vázquez Portal
Estados Unidos
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