
¿Cómo fue posible, después del peor accidente aéreo de nuestra historia reciente, del fatal desplome de balcones que una derruida Habana cegó la vida de tres niñas -y el posterior derrumbe de varios edificios más- así como del pasmoso abandono a que se condenó a los barrios arrasados por aquel fatal tornado; después del dolorosísimo desastre del Saratoga; después que en Matanzas vimos arder hasta los cimientos los depósitos en la base de supertanqueros -tragedias todas que tuvieron en como aglutinador común la desidia e irresponsabilidad de las autoridades cubanas?
¿Cómo fue posible después de reprimir marchas de homosexuales que reclamaban un auténtico respeto al margen del oportunismo de Mariela Castro, e incluso después de hundirse hasta el cuello en la desvergüenza cuando lanzó a sus perros contra millones de cubanos desarmados aquel histórico 11 de julio en que medio centenar de ciudades de todo el país dejaron claro su asco y su hastío? ¿Cómo esta «reelección» puede ser mínimamente creíble tras el regreso de las odiadas tiendas en divisa -con el evidente apartheid que ello implica- y de los apagones diarios; cómo tras cargarse la pretendida unificación monetaria y todos y cada uno de los cacareados puntos de un «reordenamiento» que sólo profundizó aún más el caos previamente imperante y nos ha hundido en una galopante inflación que todos los días bate nuevos records?
Son estos los misterios y milagros que sólo pueden obrarse en las mediocracias -si son auténticas, claro está- como la nuestra. La respuesta a todas esas preguntas yace tras un hecho para nada fortuito, que explica por qué hace cinco años Raúl Castro señaló con su todopoderoso dedo al ungido Díaz-Canel y no a otro entre decenas de tracatanes, y fue por algo muy simple: porque siempre supo que tenía ante sí a un tipo anodino, al típico ser gris, montonero, tan falto de swing que puesto ante el cubano común pasaría desapercibido hasta bailando el hula-hula en tanga al mediodía en 23 y 12; precisamente por eso la línea dura, los verdaderos talibanes del castrismo, posaron sus ojos sobre alguien tan incoloro y carente de carisma: quienes en realidad mueven los hilos siempre supieron que este dúctil amasijo era la apuesta adecuada, segura y cómoda para no asumir ningún riesgo innecesario -o lo que es lo mismo, dicho en la jerga de los Castro- para «cambiar» todo lo que deba ser cambiado… sin cambiar nada.
Necesitaba la cúpula del castrismo a alguien suficientemente insípido y falto de carácter, alguien cuya carencia de magnetismo garantizara una absoluta falta de liderazgo y cuya genuflexión -de la cual hemos sido testigos durante la fantochada de «gobierno» del último lustro- asegurara una navegación tranquila por las sosegadas aguas de la obediencia sin hacer sombra ni por asomo; sabían bien los pillos de la Plaza que semejante pelele jamás representaría peligro alguno para su clan que tras bambalinas, sin sobresaltos, ha seguido manejando los hilos del poder real.
Y así, por concluir, quede dicho sin tapujos: ¡Díaz-Canel fue reelecto porque hasta ahora ha gobernado muy bien! Tal afirmación a nadie debería sorprender pues, como siempre, quien desea hallar la respuesta adecuada sólo debe formular la pregunta correcta: ¿en beneficio de quién debía gobernar Díaz-Canel? ¿Cuál era y continúa siendo su verdadera misión? ¿Acaso fue electo y luego reelecto a dedo para potenciar, fomentar y estimular la prosperidad del pueblo cubano? Ante preguntas tan retóricas sobran las respuestas superfluas: basta salir a la calle y mirar el rostro más duro de nuestra pobreza para concluir, tras una evidencia tan obvia, la más diáfana y simple de las verdades: esta marioneta fue sacada a escena para «gobernar» por y para los Castro, jamás en beneficio del pueblo cubano, ¡y hasta el momento lo ha hecho muy bien!
Y mire usted si ha sido así: ahí están nuestros más de mil presos políticos del 11 de julio como patente prueba de su servilismo a la divisa elegida, la más abyecta continuidad; ahí está la más bestial represión contra nuestra auténtica sociedad civil; ahí está el más penoso y masivo éxodo de la Historia cubana, resultado de la represión post 11 de julio, que hace rato hizo palidecer al total de emigrantes de Camarioca en 1965, el del Mariel del 80 y el que siguió a la crisis de los balseros del 94, todos juntos; ahí está su «gobierno» a la cola de todos los estándares mundiales de libertad de prensa, sus envidiables índices de represión y de presos comunes y políticos por número de habitantes; ahí siguen las leyes vigentes que bajo su desastrosa gestión han convertido al cubano en uno de los cuerpos legales más represivos del mundo y criminalizado aún más nuestros derechos civiles, incluidas leyes que siguen coartando el derecho de la emigración a regresar e invertir con las debidas garantías en su propio país, que continúan anquilosando de todo modo posible la economía nacional -verdadero y único origen de nuestra pobreza- mientras no cesan las cínicas plañideras de culpar por ello al embargo externo. Y mientras tanto el dinero ha seguido llegando sin cesar a las arcas de la dictadura gracias a la eficaz gestión de nuestro canalla de turno.
Por todo eso pasará a la Historia este señor, cuyo más profundo legado será haber fijado la limonada como la base de todo, por haber jugado en este circo el papel más triste: el del payaso que, mirado desde arriba o desde abajo, nadie respeta, condenado como está a ser recordado para siempre, rebautizado en todos los confines de la Tierra -y para esto, señores, sí hay que estar salao- como Díaz-Canel…
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