La resurrección de otros cadáveres
Como si la memoria cultural y política del país fuera una esencia
inconsistente, capaz de adaptarse como líquido manso a cualquier
recipiente sin asomo de incomodidad, los cubanos que nos preciamos de formar parte
de esa misma memoria hemos sido convidados al olvido. A través de la televisión
cubana, nuestro medio de legitimación público más poderoso, dos figuras
a las cuales suponíamos en el bien de sus silencios, han resucitado para
demostrar de qué manera puede tomársenos a menos, y sobre todo, inducir
en espectadores poco enterados una imagen que, por acrítica, acaba siendo
intensamente peligrosa.
Ya se sabe lo que le ocurre al que no quiere caldo. Pareció no bastar
con la presencia de Jorge Serguera en uno de los programas de mayor audiencia y
en el cual más recursos y riesgos entrega nuestra televisión, tan cauta a
la hora de transmitir en vivo. Ahora, apenas el pasado viernes, en un
horario no menos estelar, irrumpió en la programación televisiva un espacio
titulado Impronta cuyo objetivo pareciera ser dignificar y destacar la obra y
vida de importantes figuras de nuestra cultura. Cosa que no está mal, recordados
a medias como son casi siempre las figuras verdaderamente vivas de las
artes cubanas, casi nunca localizables en las primeras filas de lo que nuestra
televisión difunde con insistencia al transmitir ciertos actos públicos.
Pero si eso era lo que esperábamos del repentino programa, el error es
crecido y doble, pues a falta de creadores con mejor currículum y
trayectoria, el invitado a este improntu fue no otro que el camarada
Luis Pavón.
Podrá decírseme que exagero, pues al autor de El tiempo y sus banderas
desplegadas se le dedicaron apenas cinco minutos de fama televisiva. A
Serguera, apropiadamente entrevistado en el set sombrío y tenebroso de
algo que pretende llamarse La diferencia, se le regalaron treinta minutos de
diálogo, donde cantó, bromeó (si Alfredito Rodríguez canta mal, hace que
sus invitados canten peor: oh, milagro), eligió entre yuca y caviar, y
reconoció haber cometido algunos errores. "Como todos", subrayó, lavándose unas
manos que Livio Delgado fotografiaba, al tiempo que recordaba a Enrique
Arredondo y Carlos Moctezuma, actores de la vieja escuela vernácula, capaces de
salirse de la rigidez de los guiones para poner en vilo con sus
morcillas el control cuasi militar que la televisión obtuvo bajo su mando. Pero
Serguera
no presumió en exceso de sus contactos con el orden polític
Esta emisión de Impronta gozó de una dramaturgia singular, que comenzaba
citando la dedicatoria de Ernesto Guevara a Luis Pavón. Algún distraído
podría pensar que el Che pudo en verdad dedicarle todo un volumen al ex
presidente del CNC, cuando en verdad lo que se leía eran las palabras
estampadas en un ejemplar de Pasajes de la guerra revolucionaria. La
maniobra no es ingenua: emplear líneas de una figura sacralizada, que se
nos
presenta en la historia y la mitología de la Revolución como una imagen
sin
tacha, para ofrecer una referencia sobre este otro personaje, de
historial
francamente funesto en nuestra memoria cultural y las otras, denuncia
una
labor de limpieza que, lejos de obrar con eficacia, ensucia y empaña
muchas
otras cosas. Pavón, que en su entrevista parecía el buen señor mayor de
la
puerta de al lado, repasó sin detallar su carrera política al frente de
un
mundo cultural que por poco deshizo, obrando como un buen soldado bajo
las
órdenes de otros personajes a los cuales representó con mano dura. Al
final
de su programa, la voz de la locutora insistía en destacarlo como una
figura
a la que se le recordará por su condición de intelectual de infinito
compromiso revolucionario. Si esa es la tónica que tendrá el programa,
si
esa es la línea de selección por la cual podremos saber o no quiénes
merecen
o no ser elegidos para alzarse ante el público televisivo como figuras
de
referencia, vale preguntarse por qué el organismo que produce esa clase
de
espacios no prefirió entrevistar a Roberto Fernández Retamar o Graciela
Pogolotti, por poner solo dos ejemplos de intelectuales que no solo
poseen
una obra de muchísima mayor firmeza, merecedora del Premio Nacional de
Literatura, y para los cuales el compromiso con la Revolución ha sabido
resolverse en formas mucho más pródigas de lo que entendemos como
cultura
y
diálogo. Claro que también valdría preguntarse por qué no pueden ser
otros
los invitados a Impronta. Por qué la selección, entre nosotros, para
esos
espacios, trae consigo una resaca que, a la vez que elige a unos,
evidentemente impone a otros una cuota de silencio o invisibilidad
rampante.
La resurrección de estos cadáveres es un síntoma que, leído en
secuencia,
puede y debe provocar reflexiones e inquietud. Si la cultura cubana es
consciente de su pasado y su tradición, si en verdad está apta para
revisitarse y comprender lo que es, por encima de sus logros reales, no
los
triunfalistas, y los errores que la han traspasado; estas presencias no
deben ser recibidas con indiferencia. Las víctimas de lo que, como mando
de
censura y parametración organizaron Serguera y Pavón, debieran sacudirse
el
polvo y el lodo que este regreso les echa encima, y levantarse con voz
de
alerta. Lo que implica el que tales nombres ocupen espacios principales
de
la televisión, ganen una atención y una promoción que otros de mucha
mayor
valía y trascendencia no poseen, es un signo grave que puede desatar
otras
preocupaciones. Repasar sin asomo de respeto el pasado cultural cubano,
sin
la debida delicadeza ni la conciencia real de lo que ahí se acumula; es
lo
que parecen introducir entre nosotros, como penosa actitud, estos
acontecimientos. Espero que la vergüenza propia de quienes sufrieron
esos
desmanes se alce y no acalle la indignación que ha corrido por las
calles
habaneras, por la discreta ciudad letrada cubana, tras estas
fantasmagorías
que hemos debido ver, sintiendo el golpe de lo que se llama "pena
ajena".
Sería una actitud que dignificaría y nos recordaría el modo en que la
cultura, para ser manipulada, debe ser ante todo un valor moral y de
dignidad regeneradora. Teniendo en cuenta, sobre todo, que muchos de
esos
que fueron alejados de su quehacer durante el quinquenio gris bajo el
mando
de Serguera y Pavón, aún esperan una disculpa real y palpable por lo que
debieron padecer.
Mi generación no tuvo que sufrir a ninguno de estos personajes. Sufrió a
otros, copias de menor poder, a los que hemos visto entrar en el rango
de
no-personas, cuando poco a poco comenzó a flexibilizarse el diálogo que
ellos mismos negaban. Tal vez podría argumentarse que exagero al
reaccionar
con un horror que es más justificado en quienes sí se vieron frente a
frente
con estos personajes cuando eran algo más que estos fantasmas
televisivos
del presente. Pero sí he sabido que el hombre repite con más gozo sus
errores que sus aciertos, y es demasiada la coincidencia, y demasiado el
desasosiego que hechos como estos nos ofrecen como lectura. Cuba vive un
instante de particular cuidado, atraviesa un momento en el que las
preguntas
sobre el futuro inmediato deben hacerse con una dosis de respeto hacia
el
otro, hacia todos, que nos permitan creen que en ese futuro podremos
respondernos mutuamente sin fanatismos ni miopías. En ese estado de
hipersensibilidad, los signos pueden generar otros signos, la vida puede
prefigurar otras formas de la vida. No creo que a esa vida le sean
provechosas esta clase de resurrecciones. Pero respiremos, todavía puede
que encendamos el televisor una de estas noches y aparezca en pantalla,
sonriente y desmemoriado, buen señor de la puerta vecina, el fantasma de
Armando Quesada.
Norge Espinosa
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